05 mayo 2025

Fue Antonio

 


Tenía 34 años, una planta medio muerta en el balcón, y un algoritmo que sabía más de ella que su terapeuta. En teoría, su vida era ordenada: trabajo remoto en marketing digital, café de especialidad, playlists curadas para cada estado de ánimo. En la práctica, coleccionaba citas fallidas con la misma eficiencia con la que respondía correos de clientes.

La última había sido con un tipo que hablaba exclusivamente con frases motivacionales y no creía en que siempre había espacio en cualquier cuerpo para los postres. Al salir del restaurante, caminó sin rumbo hasta llegar a la Iglesia de San Antonio. No porque creyera, sino porque quedaba de paso entre la decepción y el metro.

Entró, miró la imagen del santo y sintió algo entre burla y hastío. Sacó un papel y escribió con letra enojada: “Ya que eres tan bueno emparejando, ¡hazlo tú!” y lo dejó en la urna con la solemnidad de quien tira una servilleta.

Esa noche, tuvo un sueño raro. Un fraile de rostro familiar la miraba desde un espacio blanco y digital, como si habitara entre nubes de datos. Le hablaba de compatibilidades del alma, de emparejamientos no por filtros sino por verdades profundas.

—Las almas no hacen swipe. Se reconocen.

Al despertar, tuvo una idea absurda. Una app de citas distinta. No para mostrar tu mejor ángulo ni listar tus pasatiempos como ingredientes de un plato vegano. Una app donde las personas escribieran lo que realmente deseaban. No descripciones, sino deseos. “Quiero alguien con quien callarme y estar bien”. “Quiero alguien que me oiga reír sin que le importe el sonido de mi risa”. Así nació Antonio.app.

El primer código lo hizo en pijama, con una taza de té y cero expectativas. Pero algo en esa simplicidad extraña conectó. Gente que nunca hubiera coincidido se encontraba. Una profesora de matemáticas y un panadero. Un escritor de horóscopos y una entusiasta del ajedrez. Un tipo que odiaba el mar con una nadadora profesional. Y funcionaba. Sin explicaciones.

Ella misma no entendía por qué. Ni cómo. Al principio pensó que era el algoritmo, o un bug generoso. Luego empezó a sospechar. Cada vez que se frustraba, recibía una opinión inesperada en el foro. Firmada por un tal antonio.conventual.

“Las personas se buscan como si fueran rompecabezas, pero no son piezas. Son mapas”, decía uno. Otro: “No elijas por lo que hace falta. Elige por lo que podrías compartir”.

Una madrugada, pensó en cerrar todo. Estaba agotada. Pero al revisar las historias que le enviaban los usuarios, vio un mensaje:

“No sé cómo esta app me emparejó con alguien que cree en los fantasmas, cuando yo no creo ni en los semáforos. Pero desde que la conocí, empiezo a mirar las cosas como si pudieran estar vivas. Como si todo pudiera tener otra dimensión.”

No sabía si lo suyo era fe, suerte, San Antonio o un algoritmo medio loco. Pero entendía esto: pedir desde el corazón tenía más poder del que pensaba. Y que a veces, la magia empieza cuando dejas de intentar controlar todo.

Nunca supo si ese fraile digital era un sueño, un glitch o una manifestación celestial con wifi. Pero desde entonces, cada vez que alguien le escribía agradeciendo, ella respondía con lo mismo:

—No fui yo. Fue Antonio.

18 marzo 2025

Las hijas del mercader




A Vicky, quien me contó esta parte de su infancia.


La casa en la que habitaban era un santuario de penumbra, donde la luz del sol se filtraba con desgano a través de cortinas pesadas como sudarios. Su padre, aquel hombre moreno, de mirada severa y algo distante, no les prohibía; sin embargo, deambular entre su mercancía; muy al contrario: las alentaba. 

Para ellas, su hogar no era el mausoleo de maderas nobles y terciopelos marchitos del que a veces se hablaba en el pueblo, más por costumbre que por honrar la verdad. Era el lugar idóneo para inventarse historias y jugar a las escondidas, una y mil veces.  

A pesar de modesto, el negocio de su padre era próspero, pues surtía también a poblados cercanos; por lo que el dinero jamás faltaba en esa casa. El hombre quería que las niñas algún día heredasen su oficio de ‘’mercader de la muerte’’ o ‘’vendedor del sueño eterno’’ como ellas mismas lo habían apodado y eso lo hacía sentir satisfecho, pues a la muerte se le debe tratar con la misma naturalidad que a la vida.

Las niñas crecían entre ataúdes de diferentes materiales como otros lo harían entre juguetes, deslizándose entre sus fríos contornos con la familiaridad de quien conoce cada rincón de su propia morada.

Una tarde, mientras el reloj marcaba las horas con un lamento hueco, sus pasos las guiaron hasta un féretro distinto a los demás. Este no lo habían visto antes. Era más pequeño, y su tapa, labrada con dedicación inusual, parecía contener secretos que la madera no se atrevía a revelar. Al abrirlo, descubrieron su interior forrado de seda negra, tan profunda que parecía devorar la escasa luz que entraba. 

—¿Crees que alguien haya dormido aquí ya? —murmuró la menor, con un temblor apenas perceptible en la voz.

Su hermana mayor deslizó la mano sobre la tela oscura, como si al acariciarla pudiera descifrar los ecos de su historia. Algo en aquel féretro la inquietaba, pero al mismo tiempo la encantaba.

—No lo sé —susurró—, pero si así fue, no deberíamos perturbar su descanso.

A pesar de su advertencia, la fascinación fue más fuerte que la prudencia. Desde aquel día, el pequeño ataúd se convirtió en su compañero favorito de juegos. Lo arrastraban al patio cuando el sol agonizaba en el horizonte y sin que su padre se diera cuenta, dejando que la brisa nocturna rozara sus inscripciones ocultas. 

A medida que el negocio crecía, la gente del pueblo empezó a hablar. Decían que las niñas estaban hechizadas, que la muerte las cortejaba con promesas susurradas en la brisa helada. A veces la neblina, cómplice silenciosa, parecía espesarse a su alrededor, ocultándolas de miradas indiscretas.

Una noche sin luna, más densa que cualquier otra, las niñas llevaron el féretro al patio por última vez, pues oyeron a su padre decir que lo había vendido a un precio exorbitante, dada su belleza. 

A la mañana siguiente, el féretro ya no estaba. Su padre, satisfecho, aseguraba que el comprador había venido temprano por él. Pero las niñas sabían que nadie se había presentado como comprador.

Esa misma noche, y cuando ya estaban dormidas, la menor despertó con un escalofrío, descubrió que su hermana no estaba en su cama.


El corazón le latía con una urgencia desconocida mientras recorría la casa en penumbras, llamándola en susurros que se desvanecían entre los tapices polvorientos. La encontró en el patio, de pie, con la mirada perdida en la bruma espesa. Frente a ella, allí donde solían colocar el féretro, la tierra estaba removida, negra y húmeda, como si algo hubiese emergido desde sus entrañas.


—Nos llama —susurró la mayor, sin volverse, con una voz ajena, antigua.


La menor quiso gritar, pero el aire se le espesó en la garganta. Algo se movía en la neblina, avanzando con la paciencia inexorable de quien siempre supo que volvería a casa.


Al día siguiente, cuando su padre despertó, el patio estaba intacto, el viento barría las hojas caídas y la luz entraba perezosa por las ventanas. Pero la casa estaba demasiado callada.


Las camas de las niñas estaban frías. Y en el rincón más oscuro del taller, un pequeño féretro había regresado a su lugar, con la tapa entreabierta, como si esperara.


07 enero 2025

El delirio


Cuando a la noche levanto fiebre, la habitación se convierte en un hervidero de sombras. Los destellos rojos del termómetro destilan una realidad distorsionada. Cada grado de temperatura parece tejer un mundo paralelo, una dimensión donde lo cotidiano se desdibuja en lo insólito.

En las noches, el calor que emana de mi cuerpo no solo es físico, sino el presagio de un algo impredecible. Me duele, casi siempre, la cabeza. Con cada pulsación de mis sienes, mi percepción se altera, como si mi mente se sumergiera en un océano de visiones oníricas.

Los muebles parecen moverse por sí solos, danzando en una coreografía arrítmica, mientras que voces inaudibles resuenan en mis oídos, susurros de un lenguaje desconocido que penetran mi conciencia con inquietante claridad.

El umbral entre la vigilia y el sueño se desvanece, arrastrándome a un estado de ensoñación febril. Por eso, intento no cerrar los ojos, porque cada vez que lo hago, un paisaje desconcertante se despliega ante mí. Es como caminar por senderos de luz y sombra, mientras mi cuerpo arde en una temperatura que desafía los límites de lo humano.

Y entonces, en medio de esa danza entre la realidad y la quimera, veo que mi habitación parece disolverse en un remolino de formas inconcebibles. Frente a mí, se materializa un abismo insondable, una grieta en la realidad misma. Desde su centro, un ojo ciclópeo, vasto y atemporal, me observa con una intensidad que trasciende la lógica humana. Su mirada me atraviesa, y yo no soy un espectador: yo soy parte de aquello.

Una de esas noches, al ceder la fiebre, no me encontré en mi habitación. El mundo que me rodeaba era una réplica grotesca de lo que conocía, cada cosa cargada con una textura imposible. En mi interior, un eco resonaba, un mensaje del ojo que había contemplado:

"Te hemos despertado. Ahora, tú nos abrirás las puertas."

Y mientras el sol se alzaba en un cielo que ya no reconocía, comprendí que mi cuerpo no era mío, que mi mente era apenas un huésped, y que algo había comenzado a gestarse en mi interior. Las noches de fiebre habían sido suficientes para arrancarme de mi humanidad y entregarme a un destino que nunca más volvería a ser el mío.