18 marzo 2025

Las hijas del mercader




A Vicky, quien me contó esta parte de su infancia.


La casa en la que habitaban era un santuario de penumbra, donde la luz del sol se filtraba con desgano a través de cortinas pesadas como sudarios. Su padre, aquel hombre moreno, de mirada severa y algo distante, no les prohibía; sin embargo, deambular entre su mercancía; muy al contrario: las alentaba. 

Para ellas, su hogar no era el mausoleo de maderas nobles y terciopelos marchitos del que a veces se hablaba en el pueblo, más por costumbre que por honrar la verdad. Era el lugar idóneo para inventarse historias y jugar a las escondidas, una y mil veces.  

A pesar de modesto, el negocio de su padre era próspero, pues surtía también a poblados cercanos; por lo que el dinero jamás faltaba en esa casa. El hombre quería que las niñas algún día heredasen su oficio de ‘’mercader de la muerte’’ o ‘’vendedor del sueño eterno’’ como ellas mismas lo habían apodado y eso lo hacía sentir satisfecho, pues a la muerte se le debe tratar con la misma naturalidad que a la vida.

Las niñas crecían entre ataúdes de diferentes materiales como otros lo harían entre juguetes, deslizándose entre sus fríos contornos con la familiaridad de quien conoce cada rincón de su propia morada.

Una tarde, mientras el reloj marcaba las horas con un lamento hueco, sus pasos las guiaron hasta un féretro distinto a los demás. Este no lo habían visto antes. Era más pequeño, y su tapa, labrada con dedicación inusual, parecía contener secretos que la madera no se atrevía a revelar. Al abrirlo, descubrieron su interior forrado de seda negra, tan profunda que parecía devorar la escasa luz que entraba. 

—¿Crees que alguien haya dormido aquí ya? —murmuró la menor, con un temblor apenas perceptible en la voz.

Su hermana mayor deslizó la mano sobre la tela oscura, como si al acariciarla pudiera descifrar los ecos de su historia. Algo en aquel féretro la inquietaba, pero al mismo tiempo la encantaba.

—No lo sé —susurró—, pero si así fue, no deberíamos perturbar su descanso.

A pesar de su advertencia, la fascinación fue más fuerte que la prudencia. Desde aquel día, el pequeño ataúd se convirtió en su compañero favorito de juegos. Lo arrastraban al patio cuando el sol agonizaba en el horizonte y sin que su padre se diera cuenta, dejando que la brisa nocturna rozara sus inscripciones ocultas. 

A medida que el negocio crecía, la gente del pueblo empezó a hablar. Decían que las niñas estaban hechizadas, que la muerte las cortejaba con promesas susurradas en la brisa helada. A veces la neblina, cómplice silenciosa, parecía espesarse a su alrededor, ocultándolas de miradas indiscretas.

Una noche sin luna, más densa que cualquier otra, las niñas llevaron el féretro al patio por última vez, pues oyeron a su padre decir que lo había vendido a un precio exorbitante, dada su belleza. 

A la mañana siguiente, el féretro ya no estaba. Su padre, satisfecho, aseguraba que el comprador había venido temprano por él. Pero las niñas sabían que nadie se había presentado como comprador.

Esa misma noche, y cuando ya estaban dormidas, la menor despertó con un escalofrío, descubrió que su hermana no estaba en su cama.


El corazón le latía con una urgencia desconocida mientras recorría la casa en penumbras, llamándola en susurros que se desvanecían entre los tapices polvorientos. La encontró en el patio, de pie, con la mirada perdida en la bruma espesa. Frente a ella, allí donde solían colocar el féretro, la tierra estaba removida, negra y húmeda, como si algo hubiese emergido desde sus entrañas.


—Nos llama —susurró la mayor, sin volverse, con una voz ajena, antigua.


La menor quiso gritar, pero el aire se le espesó en la garganta. Algo se movía en la neblina, avanzando con la paciencia inexorable de quien siempre supo que volvería a casa.


Al día siguiente, cuando su padre despertó, el patio estaba intacto, el viento barría las hojas caídas y la luz entraba perezosa por las ventanas. Pero la casa estaba demasiado callada.


Las camas de las niñas estaban frías. Y en el rincón más oscuro del taller, un pequeño féretro había regresado a su lugar, con la tapa entreabierta, como si esperara.


07 enero 2025

El delirio


Cuando a la noche levanto fiebre, la habitación se convierte en un hervidero de sombras. Los destellos rojos del termómetro destilan una realidad distorsionada. Cada grado de temperatura parece tejer un mundo paralelo, una dimensión donde lo cotidiano se desdibuja en lo insólito.

En las noches, el calor que emana de mi cuerpo no solo es físico, sino el presagio de un algo impredecible. Me duele, casi siempre, la cabeza. Con cada pulsación de mis sienes, mi percepción se altera, como si mi mente se sumergiera en un océano de visiones oníricas.

Los muebles parecen moverse por sí solos, danzando en una coreografía arrítmica, mientras que voces inaudibles resuenan en mis oídos, susurros de un lenguaje desconocido que penetran mi conciencia con inquietante claridad.

El umbral entre la vigilia y el sueño se desvanece, arrastrándome a un estado de ensoñación febril. Por eso, intento no cerrar los ojos, porque cada vez que lo hago, un paisaje desconcertante se despliega ante mí. Es como caminar por senderos de luz y sombra, mientras mi cuerpo arde en una temperatura que desafía los límites de lo humano.

Y entonces, en medio de esa danza entre la realidad y la quimera, veo que mi habitación parece disolverse en un remolino de formas inconcebibles. Frente a mí, se materializa un abismo insondable, una grieta en la realidad misma. Desde su centro, un ojo ciclópeo, vasto y atemporal, me observa con una intensidad que trasciende la lógica humana. Su mirada me atraviesa, y yo no soy un espectador: yo soy parte de aquello.

Una de esas noches, al ceder la fiebre, no me encontré en mi habitación. El mundo que me rodeaba era una réplica grotesca de lo que conocía, cada cosa cargada con una textura imposible. En mi interior, un eco resonaba, un mensaje del ojo que había contemplado:

"Te hemos despertado. Ahora, tú nos abrirás las puertas."

Y mientras el sol se alzaba en un cielo que ya no reconocía, comprendí que mi cuerpo no era mío, que mi mente era apenas un huésped, y que algo había comenzado a gestarse en mi interior. Las noches de fiebre habían sido suficientes para arrancarme de mi humanidad y entregarme a un destino que nunca más volvería a ser el mío.


19 noviembre 2024

El compás del silencio


Ella llevaba más de tres décadas bajo el hábito, envuelta en una devoción que había aprendido a modelar con la persistencia que solo tienen esos espíritus alejados de la vulgaridad. Sus días eran rutina y oración, su mundo un claustro cuyas paredes parecían murmurar letanías. Nunca sintió que le faltara algo, ni siquiera cuando el viento nocturno susurraba historias de otros mundos tras los barrotes del convento.  


Una tarde, mientras entregaba limosnas en la plaza del pueblo, lo vio por primera vez. No más de veinte años, de piel cetrina, cabello largo negro, con el rostro y el torso encendidos por el sudor y la intensidad. Pero no era su belleza lo que la perturbó, sino el compás que de él se desprendía. Sus pies golpeaban las tablas con una precisión brutal, casi cruel, y sus manos dibujaban trazos en el aire con una pureza que le recordaba al movimiento de las aves en los frescos de la capilla.  


El sonido del taconeo se deslizó dentro de ella como un cuchillo cortando seda. Sintió algo inesperado: un deseo extraño, no de la carne, sino de existir en ese momento eterno que él creaba con cada giro, con cada palma. Quiso llorar y no supo por qué. 


A partir de entonces, la plaza se convirtió en un imán secreto. Siempre había una excusa: llevar pan a los pobres, recoger flores para el altar, saludar a los ancianos que se reunían para ver a la gente pasar. Pero era él a quien ella buscaba, aunque nunca cruzaran palabra. Lo observaba desde las sombras de un portal, como si el sol y el aire que él habitaba le fueran negados.  


Él bailaba como si estuviera poseído. Era juventud, arrogancia y furia, pero también inocencia. No bailaba para agradar, sino para expresar algo más allá de las palabras. En su compás, ella encontró una pureza que no había visto ni en las estatuas del Cristo ni en los santos. Era un rezo pagano, una herejía que su alma, para su propio desconcierto, no quiso rechazar.  


Una tarde, al terminar su actuación, él la vio. Apenas un instante, pero suficiente para que el fuego en sus ojos chocara con el agua quieta de los de ella. No hubo palabras, sólo una sonrisa de él, breve y luminosa como el destello de un hacha al sol. Ella apartó la mirada y se apretó el rosario contra el pecho, como si el contacto pudiera borrar la sensación de haber quedado desnuda en su presencia.  


Esa noche no durmió. El eco de los tacones resonaba en su mente, cada golpe marcando algo dentro de ella que no podía nombrar. Era deseo, sí, pero no por él, que bien podía haber sido el hijo que nunca tuvo; sino por lo que representaba: la libertad, la pasión, la vida en su forma más cruda y hermosa.  


La siguiente vez que lo vio bailar, lloró. Lágrimas silenciosas que resbalaban por sus vírgenes mejillas, mientras se decía que aquello no podía continuar. Y entonces, mientras la guitarra rugía, las palmas acompañaban aquel movimiento frenético y los tacones caían como martillos, comprendió algo que él había despertado el ritmo en su alma dormida.  


La última vez que fue a la plaza, él no estaba. Había partido, dijeron, para bailar en ciudades más grandes. Ella no volvió a buscarlo. Pero durante las noches de vigilia, mientras el resto del convento dormía, en lugar de rezar, marcaba el compás con la punta del pie, en un susurro tan leve como una confesión al viento.  


10 septiembre 2024

El olvido




Desperté con la boca seca, la garganta áspera, y los párpados tan pesados que dolían al intentar abrirlos. El suelo bajo mi cuerpo era duro, frío, y emanaba un hedor a tierra húmeda mezclada con algo más, algo que no pude identificar de inmediato. Me erguí torpemente, con los huesos crujiendo, y una náusea ligera me invadió mientras el peso de mis ropas andrajosas parecía arrastrarme de vuelta al suelo. Me llevé las manos al rostro y sentí la aspereza de una barba desaliñada y sucia. Mis dedos, ennegrecidos por la mugre, parecían pertenecer a otro.


El aire estaba quieto, espeso, como si el mundo hubiera dejado de moverse mientras yo dormía. No recordaba cómo había llegado hasta ese rincón oscuro, ni por qué estaba allí. Miré alrededor, parpadeando, mientras una sensación inquietante crecía en el fondo de mi mente. No había nadie a la vista. Ningún sonido de coches, voces o siquiera el viento rozando las hojas. Solo silencio.


Mis pensamientos eran fragmentos dispersos, ecos de una vida que parecía haber sucedido en un sueño distante. ¿Había sido yo alguien? ¿Un hombre con un propósito, una familia, un lugar al que pertenecer? Pero al mirar mis ropas rotas, la piel ajada por el tiempo y el abandono, supe que algo terrible había ocurrido. ¿Cuánto tiempo había pasado desde que el mundo se apagó?


Comencé a caminar por calles desiertas, las fachadas de los edificios a ambos lados se desmoronaban como esqueletos antiguos. Ventanas vacías, como ojos muertos, me observaban sin reconocerme. No había huellas en la acera, ninguna señal de vida. El cielo era una cúpula gris y opaca, casi sofocante, y no lograba discernir si era el amanecer o el crepúsculo de un día interminable. 


A medida que avanzaba, las imágenes de lo que una vez debió ser la ciudad pasaban como sombras ante mis ojos. Había ruinas de coches oxidados, papeles esparcidos por el suelo, y tiendas con escaparates rotos. Pero no había cuerpos, ni señales de violencia. Solo vacío. ¿Era este el fin?


Una idea terrible comenzó a germinar en mi mente. ¿Y si yo era el último? El único sobreviviente de un evento catastrófico, el último vestigio de una humanidad que ya no existía. Mi reflejo en un charco de agua sucia me devolvió una mirada que no reconocí. El cabello blanco y sucio, la piel curtida por el tiempo, los ojos hundidos. Era como si hubiera envejecido cien años en una noche, como si el mismo tiempo me hubiera despojado de todo.


Comencé a gritar, primero suave, luego más fuerte. ‘’¿Dónde están todos?’’ dije y mi voz resonó en las calles vacías, pero no obtuvo respuesta. ‘’¡Díganme qué ha pasado!’’ El eco se apagó en la nada, y mi desesperación creció. 


Caminé hasta una plaza vacía donde los árboles se erguían desnudos y retorcidos, como los huesos de gigantes muertos. Me detuve en seco, mirando algo que no había visto antes. En el centro de la plaza, tallado en una piedra negra y pulida, había una inscripción:


“El olvido es el peor de los castigos.”


El aire pareció volverse más pesado, y un escalofrío recorrió mi espalda. El olvido. Eso era. No se trataba de un apocalipsis externo, sino de uno interno. Era yo quien había sido olvidado, quien había caído en un abismo sin memoria ni sentido. Y el mundo, el que conocía, simplemente había seguido adelante sin mí.


Me desplomé en el suelo de la plaza, incapaz de moverme. La revelación me invadió con la fuerza de una tormenta: yo no era el último sobreviviente de un apocalipsis. El apocalipsis era mi existencia. Había vivido tanto tiempo fuera del alcance de todos que me había desvanecido de la realidad. Me convertí en una sombra en un mundo donde los vivos ya no me veían, un algo que había sido y ya no sería jamás.


El cielo comenzó a oscurecerse, y la tenue luz que quedaba parecía apagarse lentamente. Al final, no había destrucción ni salvación, solo el olvido eterno. Y allí, en la penumbra, comprendí que el silencio no era la ausencia de vida, sino la ausencia de mí mismo. ¿Quién había sido?. Eso ya no importaba.


El mundo, para mí, había terminado. 


25 julio 2024

Solo fumo en Caracas

 


Había vivido en varias ciudades, pero solo una tenía el poder de invocar en ella la nostalgia del tabaco. No era una gran fumadora, más bien lo contrario; su consumo de cigarrillos se limitaba a una situación muy específica: estar en Caracas.

Era joven y con un espíritu de aventura. La primera vez que pisó suelo caraqueño, la ciudad la recibió con su bullicio, el calor abrasador y una atmósfera cargada de energía y caos. Fue en un pequeño café del centro donde conoció a este hombre, claramente venido a menos, de unos 50 años que la miró con una mezcla de lástima y fascinación. Tenía un paquete de cigarrillos en la mesa. "¿Quieres uno?", le ofreció, y aunque no fumaba, aceptó, atraída más por la chispa en sus ojos que por el tabaco.

Hablaron de todo y de nada, riendo por anécdotas triviales y compartiendo silencios cómodos que decían más que cualquier palabra, como si fueran viejos conocidos. Ella no tuvo el acierto de preguntarle su nombre y tampoco le dijo el suyo, así que quedaron ambos flotando en una especie de limbo de un encuentro casual.

Aquel cigarrillo, con el fondo del Ávila imponente y la calidez de una tarde que se desvanecía, se convirtió en un ritual secreto. Cada vez que volvía a Caracas, por trabajo o por placer, se permitía fumar. No importaba si la ciudad la recibía con sol brillante o lluvias torrenciales, siempre encontraba un momento para buscar un rincón tranquilo, encender un cigarrillo y recordar a ese hombre.

Los años pasaron, las visitas se hicieron menos frecuentes, pero el hábito persistió. No sabía exactamente por qué, pero sentía que en ese acto simple y casi olvidado encontraba un ancla, un recordatorio de una época menos complicada, cuando todo parecía posible. Esa persona se había marchado hacía tiempo, llevándose con ella la posibilidad de un futuro juntos. Sin embargo, en ese pequeño vicio, encontraba una conexión con el pasado, un puente a los días de juventud.

En su última visita, la ciudad había cambiado. Nuevos edificios, calles más bulliciosas, pero el aroma de las arepas y el sonido de la salsa seguían allí. Se dirigió a su café habitual, ahora renovado y más moderno. Pidió un café negro y sacó un cigarrillo. Mientras lo encendía, miró alrededor, esperando quizás ver un destello del pasado, una sombra de ese hombre que le convidó el primer cigarrillo de su vida.

Una joven se acercó y le pidió fuego. Era la hija del dueño del café, quien recordaba a la mujer de sus visitas anteriores. "Mi padre me habló de ti", dijo sonriendo. "Siempre decías que solo fumabas en Caracas. ¿Por qué?"

Sonrió, exhalando una bocanada de humo. "Es una especie de tradición personal", respondió. "Algo que me conecta con los viejos tiempos."

La joven se quedó un momento, observando el humo que se elevaba en espirales hacia el cielo. "A veces, esas conexiones son importantes. Nos recuerdan quiénes somos y de dónde venimos."

Asintió, agradecida por las palabras. En ese momento, comprendió que no era solo el cigarrillo, ni siquiera la ciudad. Era la suma de todas las experiencias, los momentos y las personas que la habían llevado hasta allí. Caracas no era solo un lugar; era un estado del ser, un recordatorio de la juventud, de las oportunidades perdidas y de las nuevas que siempre estaban por venir.

Mientras se alejaba del café, apagando el cigarrillo, supo que volvería. Quizás no pronto, pero volvería. Y cuando lo hiciera, encendería otro cigarrillo, no por nostalgia, sino por gratitud. Porque, en el fondo, todos tenemos nuestras pequeñas ceremonias, nuestros recuerdos encapsulados en rituales, que nos recuerdan que estamos vivos. Y para ella, ese ritual se llamaba Caracas.


13 junio 2024

Los regalos

 


A pesar de que su madre le tiene expresa y rotundamente prohibido irse con su padre en la lancha de madrugada, él logra esquivar la vigilancia materna, escurrirse sigiloso y aguardar a zarpar. Las veces que su padre lo ha descubierto, ya están en alta mar, muy lejos como para regresar.

Al principio, le daba un par de golpes suaves, a manera de advertencia o de antesala de la golpiza que se supone debía propinarle por desobediente, pero él sabe que su padre, más blandengue que su madre, se hace el desentendido de su crianza la mayoría de las veces.

A él le encanta burlar el ojo materno e irse con su padre de madrugada en la lancha, en aquel mar oscurísimo y profundo en el que navegan.

Esta es la verdadera aventura de sus escasos seis años. La aventura de la que no habla, aunque se muera de ganas por hacerlo, pero intuye que si lo hace, se rompa ese lazo delicado y cómplice que lo une con su padre.

Esas ‘’expediciones’’, como le dijo su papá una de las primeras veces que lo encontró de polizón en la lancha, eran secretas. ‘’Como esas misiones de las películas de espías de la tele’’ comparó.

En determinado punto indicado a lo lejos por una lámpara intermitente de otra lancha a la distancia, su padre apaga el motor y se levanta para mantener el equilibrio y esperar más señales. ‘’Estate atento, Junior’’ le susurra al niño, como si el mar permitiera ese secreteo innecesario entre ambos.

Al cabo de algunos momentos, las luces de una avioneta se divisan a lo lejos. El niño nota el nerviosismo creciente del padre, que logra contagiarlo de a poco. ‘’¡Los regalos están llegando!’’ piensa y la emoción amenaza con desbordarlo.

De la avioneta van cayendo al mar cajas bien embaladas que su padre se apresura a recoger con la maestría propia de quien tiene tiempo mejorando la técnica.

El niño le indica a los gritos donde están las cajas a modo de ayuda, como si con ese escándalo pudiera aligerar el trabajo de su padre. De nada vale decirle que se calle, pues él hace caso omiso, y las va contando: ‘’10, 20 y 10 más y 20 más’’. No se sabe los números del todo aún, pero usa los que sabe para contar las cajas y apilarlas como puede.

Toda la acción se desarrolla en menos de una hora. El hombre es cuidadoso, sabe que dejar una sola caja a la deriva acarrearía represalias.

En aquella inmensidad profunda y oscura, tiene el tino de guiarse por una especie de intuición que solo la da la supervivencia. Cuenta y vuelve a contar las cajas y coinciden con el número indicado días atrás. Respira aliviado, pues la primera parte de la misión está cumplida.

Mientras, el niño sonríe feliz, triunfante, a pesar de que su padre lo haya regañado todo el camino de regreso a casa.

Siempre le hace la misma pregunta inocente e infantil: ‘’¿Cuántas personas son felices con estos regalos?’’ y su padre, nervioso y lacónico le responde siempre lo mismo: ‘’Muchas’’.

Le jura no decirle nada a la madre y al llegar a la orilla, salta de la lancha y corre veloz a la casa, para escabullirse hasta su cuarto y acomodarse en su precario catre. Apoya la cabeza en el desgastado colchón, pero no se duerme las horas que le faltan para levantarse, sino que se queda mirando el descascarado techo, presa de la agitación de esta aventura, pensando en todo lo que hace su padre para ayudar a tanta gente a recibir sus regalos.


25 abril 2024

Regalo de novios

 


A Helí Saúl, quien se pasea entre las nubes.

La primera vez que la vio, estaba en el árbol del patio trasero de su casa. Era pequeña, con un pelaje escarlata que brillaba cuando le daba el sol y unos astutos ojitos negros; así que antes y después de la escuela, iba a su encuentro y se quedaba lo más cerca que ella lo dejara. Alguna que otra vez aceptaba el regalo que él tuviera para darle: semillas, frutos secos, algún pedacito de fruta.

Día tras día, el chico se apostaba en el árbol hasta que ella, nerviosa y veloz, lo avistaba. Al principio eran contactos rápidos y fugaces que después de un tiempo se fueron prolongando. El premio a su constancia fue tenerla por primera vez en la palma de su mano. La olisqueó, dio un saltito y regresó a su terreno conocido -el tronco del árbol- para, después de algunos segundos, volver a la mano que él le ofrecía con paciencia. 

Después de ese primer encuentro táctil, era ella quien lo esperaba inquieta, subiendo y bajando por el árbol, justo antes de que él llegara de la escuela. 

Ambos estaban fascinados el uno con el otro porque así es el arte de domesticar a otro: Una danza sutil, una paciente entrega, donde una mano se extiende entre lo silvestre y lo familiar, buscando el ritmo común de la confianza. Lo suyo era una conversación sin palabras, un intercambio de respeto y entendimiento mutuo.

Cuando se convirtieron en compañeros, ambos habían aprendido a leer los susurros del otro y bajo esa premisa de la intimidad, ella saltaba de la espalda a la cabeza del chico, se escondía en el bolsillo de su camisa y de ahí solo salía cuando él la llamaba con un silbido dulce, rítmico y discreto.

Llegó a construirle una camita con una caja de zapatos para tenerla en su cuarto y la ventana la dejaba un poco abierta, incluso en la época de frío, para que ella pudiera ir y venir a su antojo.

La noche en que coincidieron en la cena con Pascual, este nunca le había prestado atención, hasta que la vio asomarse divertida en el bolsillo de la camisa de su hermano, para volverse a esconder y volverse a asomar, como si de un juego se tratara; además, vio la expresión contemplativa de su hermano hacia aquel bicho. ¿Cuánto tiempo le había llevado domesticarla? No tenía idea, pero lo que antes le había parecido una travesura, ahora le parecía una gran obra de la que pudiera beneficiarse.

Le hizo preguntas que parecían despreocupadas: ‘’¿La llevas a la escuela?’’,‘’¿Qué dicen tus compañeros?’’ El niño respondió mansamente sin sospechar lo que ya su hermano estaba urdiendo. A Pascual no le llevó mucho tiempo saberse la rutina diaria de su hermano y mucho menos tiempo le llevó obrar en consecuencia al plan que se había trazado. Así que un día esperó a que el niño se fuera a la escuela y no quedara nadie más en la casa. Sigiloso y veloz entró en la habitación de su hermano y vio que la ardilla estaba en el pedacito de tronco que el niño le había preparado especialmente. Esperó algunos minutos a que se acostumbrara el olor de sus manos para atraparla y cuando lo hizo, la guardó en una bolsa de tela y abandonó rápidamente la habitación.

Cuando el chico llegó de la escuela fue a buscar a su fiel amiga como siempre y al no encontrarla pensó que estaba en el árbol. Se guardó pedacitos de nueces en el bolsillo del pantalón y se fue al patio a buscarla. La llamó como solía hacerlo, con un silbido dulce, rítmico y discreto, pero el animalito no apareció esa tarde ni las venideras. Le costó mucho aceptar que se había ido y a veces de noche se escondía debajo de las sábanas a llorar su ausencia. 

El tiempo avanzó ignorante como siempre de las mínimas tragedias humanas, hasta que una tarde, el niño se topó por casualidad con la novia de su hermano. Por mera cortesía, el niño le preguntó cómo estaba, a lo que la chica le respondió que muy feliz desde que Pascual le había regalado una ardilla domesticada. Se llevó entonces la mano al bolsillo de la falda y se la enseñó: el pelambre rojizo, los negros ojitos centelleantes y astutos, el mismo nerviosismo de las de su especie. ¡Era su ardilla! El niño no atinó a decir nada. Se quedó varado viendo a la chica alejarse con la ardilla entre las manos, sonriente y feliz, mientras una lágrima grande y espesa se resbalaba por la mejilla de su otrora dueño.